La Hermandad sin Fe

Este relato es el trasfondo de una banda de Hermanas de Sigmar para la campaña de Mordheim que vamos a jugar en el club


Aquella noche se repetía una y otra vez en sus pesadillas. Tan nítido era el recuerdo en su mente que tan solo con cerrar los ojos veía una y otra vez las imágenes de aquellas fatídicas horas.
Estaban en la última oración del día, todas las hermanas, juntas en el santuario, rezando por los pecados de esta ciudad, tan necesitada de perdón, más que ninguna otra en todo el Imperio.
La señal de que Sigmar les veía surcaba los cielos hace semanas, iluminando la noche con su cometa de dos colas. Las hermanas estaban gozosas, ya que interpretaban la señal como la cercanía de la pureza de su dios y la asociaban al perdón de los pecados.
Sólo que no pensaban que la salvación se convirtiese en destrucción. Con un siseo en aumento, finalizado por el mayor estruendo que oirían en sus vidas, los ciudadanos de Atalheim contemplaron como el cometa se estrellaba contra su pecadora ciudad.
Una sacudida cercana sacó del trance a Fianna, abrió los ojos y contempló con estupor como el muro tras el altar mayor se resquebrajaba como el pergamino… De repente, comenzaron a caer cascotes y las hermanas empezaron a gritar aterrorizadas… Unas cuantas velas cayeron sobre los pendones sagrados que comenzaron a arder. A los pocos minutos, mientras sus hermanas corrían de un lado a otro gritando y agitando los brazos, todo el santuario estaba envuelto en llamas. Unas hermanas socorrían a otras, otras gemían en el suelo, y ella se encontraba allí, paralizada sin saber que hacer.
Saliendo de su ensimismamiento, buscó a la Matriarca, para que les guiase en esta aciaga hora. Su vista recorrió media estancia hasta que horrorizada la vio en llamas, agitando los brazos y corriendo hacia el patio exterior. La siguió con espanto hasta fuera de la iglesia cuando de repente su Superiora se giró. La imagen era dantesca, la cara de su Matriarca comenzaba a consumirse por el fuego, que lamía como un depravado demonio todas sus ropas y su carne.
Sus labios se movían, pero Fianna no escuchaba nada en mitad de la confusión reinante. Se acercó más, llegando casi a tocar a la que tras su llegada del frío y salvaje norte había sido como su madre… Entonces escucho la letanía de muerte de su Matriarca…
“El fin se acerca… sálvalo… solo el manuscrito importa… sálvalo… el cofre… las catacumbas…”
Un grito inhumano salió de la garganta ardiendo de la Matriarca, mientras se desmoronaba sin vida consumida por las llamas.
Fianna se repetía una y otra vez en la cabeza las últimas palabras de la Matriarca. “Las catacumbras”… Sin más pista que esa, y la de que debía buscar un cofre, Fianna cogió una antorcha y bajo a las catacumbas que se extendían a lo largo de todo el monasterio, atravesándolo de parte a parte por el subsuelo.
Buscó y buscó, y tras interminables horas llego a una pequeña habitación. En mitad de la habitación había un cofre cerrado, y apoyado sobre él  se encontraba Armurel, el Martillo de Sigmar de la Hermandad, heredado generación tras generación de Matriarcas. Tras un momento de duda, Fianna cogió a Armurel y lo descargó contra el cierre del cofre, que cayó con estruendo al suelo de la estancia. Fianna abrió el cofre y entonces vio lo que parecía un trozo de pergamino antiguo. Lo cogió con cuidado y leyó con detenimiento el fragmento contenido en el mismo.
Una sombra pasó por su rostro, su expresión cambió por completo, decidida, cogió el martillo y comenzó el camino hacia el exterior.
Cuando llegó al exterior, unas pocas hermanas permanecían de pie en el patio interior del monasterio. Maia, la Augur, presintió la cercanía de Armurel. Consciente de lo que eso significaba, agachó la cabeza en señal de aprobación, y dijo solemnemente:
“Hermanas, Fianna es nuestra nueva Matriarca”
Sin siquiera mirar a su hermana ciega, Fianna comenzó a hablar.
“Nuestra hermandad ha muerto con nuestra Matriarca. Si queréis seguidme, hacedlo, pero sin preguntas y sin vuestros hábitos. Coged vuestras antiguas ropas y las armas de las que dispongáis. Seguidme más allá de estos muros. Nadie hablará jamás de la fe que procesábamos. No os puedo garantizar nada, solo una muerte digna. Y ante todo, no hagáis preguntas. Todas aquellas que me vayan a seguir, las espero aquí en una hora. Entonces, saldré por esa puerta, sola o acompañada, y ya no regresaré”
Dejando a sus antiguas hermanas perplejas en el patio, se dirigió a su celda. Saco de bajo su cama un hatillo, que deshizo sobre su jergón. Ahí estaban sus antiguas ropas, las que la identificaban como una bárbara de Norsca… Y la daga con la que mató a su padre para huir de su tribu. Sin dejar de mirarla, se despojó de sus hábitos y ajustó sobre su cuerpo desnudo las piezas de metal y cuero que formaban su rudimentaria armadura. Ajustó la daga en su lugar oculto y salió de la celda, dejando la puerta abierta y portando a Armurel en su mano.
Poco tuvo que esperar en el patio del monasterio para ver quienes le seguirían. Vio por el rabillo del ojo como algunas hermanas permanecían ocultas entre los pilares del claustro. No les guardaba rencor, en cierto modo, lo comprendía.
Catorce de sus antiguas hermanas, ahora compañeras de andadura, formaban frente a ella. De entre todas ellas, cinco destacaban sobre el resto:
Maia, la Augur, que pese a su recelo al cambio de actitud de Fianna, la seguiría allá donde fuera con la ciega convicción que tendría en una Matriarca.
Leonora, su rostro oculto bajo una enorme capucha como siempre cuando salía al sol. Le sería de gran ayuda.
Si Maia pudiese ver, desde luego se escandalizaría de Ushi. Su antigua hermana esperaba prácticamente desnuda a comenzar la marcha. Pero más sorprendente que su falta de vestuario, era la serpiente que se deslizaba por sus brazos y su cuello, ¿dónde habría ocultado tanto tiempo a semejante animal?
Equipada con un extraño escudo de plumas y un martillo de Sigmar, Alaria charlaba con “sus salvajes” como las llamaba la antigua Matriarca por sus costumbres, fruto, sin duda de su lugar de origen, una selva de Lustria
A la vista del pintoresco grupo que formaba sus antiguas hermanas, no pudo más que esbozar una sonrisa, pero fue breve. Su cometido no podía esperar más.
Sin mediar palabra, Fianna se giró hacia la puerta del monasterio al que no volvería jamas…

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